Intento abrir los ojos a la luz que me ciega. Escucho sirenas, motores, lenguas desconocidas que gritan y no sé a quién. No soy capaz de moverme. Se lo ordeno a mi cuerpo pero no obedece. Alguien intenta incorporarme, me cubre con una manta y abre mi boca, el agua dulce se desliza lentamente por mi garganta castigada por la sal. Me alivia y duele al mismo tiempo. Vienen a mi cabeza las aguas azul turquesa de mi pueblo, la compra de pescado con Argos y las bromas al atardecer de mi buen amigo Eumeo. La ternura de aquel último abrazo de Penélope… antes de que las olas arrebatasen a mis compañeros de patera y el mar se tiñese de cuerpos azules. Antes de que la furia de Poseidón lo engullera todo. Mis ojos por fin me escuchan. Veo a Calipso, de extraña belleza y vestida con una cruz roja, que me sonríe mientras sostiene mi cabeza. Lo he conseguido. He llegado aunque Ítaca siga llorando dentro de mí.
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