La cama helaba la piel fina de Berto, que acunaba a su nieto. La pulsera de papel indestructible que adornaba su muñeca rozó levemente el ojo del bebé, lo que ocasionó un llanto breve, el suficiente para que Berto le devolviese al pequeño a su hijo. Este masculló unas palabras tiernas, pero Berto ya se había dado la vuelta, dejando al aire parte de su venosa pierna.
La Vida, así le gustaba que la llamasen, se mantenía en el lado derecho del enrejado de metal. Era cuidadosa en sus palabras, pero con el paso del tiempo envejecía y menguaba. Siempre había compartido con Berto la intimidad de las lágrimas, sus alegrías y los huracanes de sus decisiones. Aunque no lo admitiesen, eran reticentes a acariciar la posibilidad de que alguien les vigilase. Berto siempre fue un hombre anclado a las raíces del campo, y La Vida, inseparable, intentó vendarle sus ojos aceituna. Un día Berto, notó clarear su sombra y un dolor punzante arreció con violencia su pecho. El médico bajó la mirada, sentenciando un pésame, eximido de palabras.
Entonces La Muerte, tímida y ligeramente oscura, se presentó. Ahora ella duerme en su lado izquierdo, velándole.
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