He pasado muchos días, quizá meses, no logro recordarlo, encerrada en la biblioteca. Intentaba llenar con la lectura el enorme vacío que notaba en mi interior. A veces, sobre todo por las noches, ¿cuántas noches?, salía a pasear por las avenidas desoladas. Si me tropezaba con alguien, me ocultaba entre los árboles o torcía el rumbo por arrabales solitarios. De vuelta a casa, intentaba dormir. Un sueño sin descanso, tan confuso como la vigilia. Pero todo ha cambiado esta mañana, cuando releía los versos que Jorge Manrique pone en boca de su padre: “…Y consiento en mi morir con voluntad placentera, clara y pura...” Al instante he recordado la desgarradora violencia de mi accidente. Y he llorado sin consuelo por mi familia rota, por los amigos perdidos y por todo aquello que amaba y ahora es patrimonio de las sombras. De súbito, las paredes de la habitación han comenzado a temblar, adquiriendo una vibrante y estremecedora transparencia. Ante a mis ojos se ha abierto un túnel negro y profundo, en cuyo fondo se adivina una leve claridad. He comprendido que es necesario aceptar la muerte para seguir viviendo. Serena y sonriente, me he dirigido hacia la luz.
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