Discúlpenme. Doscientas palabras no son nada para un duelo. Serían suficientes para un solo desayuno, si fuera sin tostada. Pero exprimir una aflicción del amor más puro para que ustedes degusten la autentica dulzura, requiere un recipiente tan grande como una vida entera. ¿Cómo encierro esa existencia en doscientas palabras? ¿Quién se creen que soy? ¿¡El maldito Alzheimer!? No, señores. Podría mostrarles amaneceres fríos, neblinosos, entre las sábanas de aquel perfecto nido en el que los susurros eran acordes de la más celestial sinfonía… Qué quieren que les diga. Tengo para exponer una sublime colección de madrugadas, copiosas de caricias, pero no por menos de cien mil palabras.
Esos viajes, arrebatando formas a las nubes entre risas. Las caricias esparcidas por cada kilómetro y el tacto de aquellas manos que siguen existiendo, aunque no estén… Si pudieran leer las palabras que me tatuó en el alma para que sonrieran entre mis lágrimas… Lo siento. Me gustaría mucho, de verdad, poder compartir con ustedes mi dolor, para regalarles una lección de felicidad que jamás olvidarían. Porque así era ella, cien millones de palabras que se resumieron una tarde a solo dos. Las pronunció antes del último beso. "Te quiero", me dijo.
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