No era mi intención arrojar el guante a sus pies. Y supongo que tampoco hubiera sido la suya recogerlo.
Amanecía, y los pasillos del hospital estaban silenciosos y fríos. Yo me había asomado a la habitación 108 con la esperanza de no verla allí. De poder colarme cinco minutos, observar en silencio la figura quieta detrás de la maraña de tubos, rozarle la mano, y murmurarle que yo también estaba a su lado. Y que lo quería. Pero ella había visto mi pelo enmarañado, mi rostro lloroso, y había atado cabos.
- Perdón – murmuré y entorné la puerta.
Había dado apenas diez pasos cuando su voz me llego nítida.
- Sé quién eres. No soy tonta.
Me giré. Nos miramos. Ella, demacrada, se arropaba en un jersey grande que yo sabía, era de él. Yo, culpable de una ofensa ajena, bajé la cabeza.
En mis fantasías, en este hipotético encuentro, le iba a disparar unas cuantas verdades, le iba a decir que su marido… Pero ella me miraba y en lugar de alejarnos para girar al unísono y disparar, nos acercamos. Cinco pasos cada una. Y en medio del pasillo, nos abrazamos en silencio.
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