El joven dudaba si habría sido mejor decantarse por las pistolas. La escasa fiabilidad de aquellos modernos aparatos no le inquietaba tanto como la idea de que su honor estuviera supeditado a su pericia como esgrimista.
Sin embargo, ahí se hallaba, frente al sargento. Los metales, pulcros y afilados como los utensilios de una cena de gala, pero dispuestos para un propósito bastante más obtuso.
Todo sucedió rápidamente; dos embestidas en punta que el joven pudo a duras penas repeler. Un feroz mandoble que desarticulaba su defensa en quinta y después silencio.
Se fijó en el oficial limpiando la punta de su espada, gesto que parecía un acostumbrado trámite. Hasta que no observó la sangre manando de su abdomen no le fallaron las piernas. Durante aquellos momentos, descubrió que la vida no pasaba ante sus ojos, sino que huía de ellos. Y que también era falso aquello de que los músculos se contraen alrededor del arma, alrededor de la vida. La espada salió con la misma discreción con la que había entrado. Con la misma facilidad con la que una mirada inoportuna se convertía en un asunto de honor. Con la que una espada era limpiada pero nunca terminaba limpia.
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