Era la enésima ofensa recibida, las anteriores las obvió por el estrecho lazo que les unía, pero esta vez él agravio fue mayúsculo, se veía obligado a limpiar su honor. Lanzó el guante a su cara y le retó a muerte, sin testigos, sin juez, ellos solos frente a frente, lugar su estancia preferida, esa donde tantos momentos han compartido, dimensiones reducidas pero suficientes para morir. La hora estaba fijada, esa misma tarde a las cinco en punto, las reglas cinco pasos, media vuelta y disparar hasta que uno de los dos caiga herido de muerte, sin compasión. El acuerdo quedó plasmado en un trozo de papel.
Cinco de la tarde, D. Enrique abre la ventana que deja entrar los poderosos rayos del sol, iluminando la sombría habitación. Espalda con espalda, uno, dos, tres..., ambos se giran al unísono, apuntan al corazón y un ensordecedor ruido hace temblar el cristal. El silencio se apodera del lugar, el vencedor se acerca al cuerpo de D. Enrique, que yace sobre un charco de sangre roja intensa y en cuyo rostro se dibuja una leve sonrisa. De pie, observa con gesto de tristeza su alma, vencedora del duelo al sol.
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