Cuando abrí la caja, el gato ya estaba muerto. Mi mujer, sin embargo, lo tomó entre sus manos, y comenzó a jugar con él. Una broma macabra, o algún modo extraño de atravesar su duelo, supuse, pero en los días sucesivos insistió en comportarse como si nuestro gato siguiera vivo. Le llenaba su cuenco, le cortaba las uñas, e incluso, mientras leía en el sofá, lo sentaba sobre su regazo. Yo veía como le pasaba los dedos por el lomo, llevándose en cada caricia mechones de pelo, o trozos de carne, sabedor de que aquella repulsión creciente que sentía hacia mi esposa terminaría por empujarme a abandonarla.
-¿Por qué haces esto?- exploté una tarde-, está muerto, ¿entiendes? ¡Muerto!
Me miró como si le hablara en un idioma inexistente, y sólo dijo:
-Das pena.
El caso es que ella tenia razón. El aspecto de mi mujer mejoraba, ya no se le intuía la tragedia en cada gesto, y yo, por el contrario, estaba más delgado, más pálido, más ojeroso. Quién sabe, pensé, quizá en ese universo paralelo de mi esposa es todo más sencillo. Hoy he decidido comprobarlo. Iré al cementerio, hace tiempo que no visito la tumba de nuestro hijo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Nota: solo los miembros de este blog pueden publicar comentarios.