Huyeron las estrellas y con ellas el descanso lisonjero. Saludó la nueva jornada, que había sido forastera y protagonista en sus pensamientos de los últimos días. Y éste era por fin, el de la ansiada y temida liza. A primera hora, a muerte.
El sol le sacudió la cara, y un beso hizo lo propio con su miedo. Era el momento de la ordalía, y más valía pronto que tarde. Firme, hacia el campo de honor, caminó sin más compañía que padrino y espada.
Con ellos trató, en su pequeño viaje hacia el juicio de Dios, del que nunca supimos si volvió. A su padrino le expresó su miedo, la pena que le oprimía el pecho, por la idea de no recibir más besos; todo aquello que hacían de él, lo que cada uno de nosotros somos ante el paseo indiferente de la muerte, fría, encarada, honesta y en frente. Con su espada se mostró, como cada uno de nosotros somos ante la rabia y la herida: fatuos espadachines intentando defendernos ante la cruel e inexorable vida, desvergonzada y tibia.
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