Miguel y Rosario se casaron en el verano de 1950. Fue una ceremonia rápida y sencilla, que acalló las voces que se llevaron la adolescencia de mi madre, aquellas por las que perdió tantos kilos y alientos que mi abuelo, estremecido, tuvo que prohibirle que siguiera amamantando con tanta resignación a la niña, a pesar de que una tardía posguerra imposibilitaba encontrar la leche adecuada para saciar el permanente apetito de la criatura. Se cambiaron huevos por leche, y mi hermana pudo crecer sana y sin hambre.
Pasados tres años de encierro y de vergüenza, mi madre, pudo elegir unos pocos muebles para habitar una casa prestada. Concentró toda su ilusión de niña olvidada, en la mesa del comedor, en siete sillas, una mecedora, un armario con dos puertas y espejo, un cuadro con bodegón de frutas de verano y una cama con colchón de lana.
Supo elegir con acierto, pero esta mañana he descubierto que la carcoma ha empezado a digerir la madera de su cama. Intentaré que no continúen alimentándose de los recuerdos de mi madre ausente. Cerraré los huecos con el material apropiado, barnizaré la madera, y recuperaré el sueño de su presencia.
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