La música dejo de sonar y el cálido ambiente que reinaba en el salón se esfumó de forma abrupta al ver a la Condesa con el vestido recubierto de vino tinto y al joven tendido en el suelo, con la copa aún en la mano. Ella gritó, el Conde maldecía y los invitados murmuraban temerosos. “Duelo” consiguió oír el muchacho, aún aturdido. Apenas podía entender que estaba pasando, primero se había caído y ahora sostenía un estoque en sus manos. El Conde entregó su casaca a un sirviente y, con otro estoque, se puso en guardia.
La primera estocada vino por sorpresa, apenas logró esquivarla. La segunda le rozó la pierna, haciéndole caer de lado. El gentío reía y el Conde se burlaba. Con desespero, se levantó y eludió dos golpes más. El Conde acertó la espada en un brazo. Durante un segundo se estremeció de dolor. Con su mano, retuvo la espada de su contrincante y, con un golpe certero, atravesó el pecho del Conde. Al ver el panorama, el joven huyó a toda prisa de allí, pues la sangre había salpicado en los trajes de los invitados, y no iba a batirse en duelo con todos ellos.
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