Los dos hermanos enfrentaban sus caras por primera vez.
—¡A cachava! —dijo Nolito, el más joven, dejando su aliento pegado en la arrugada piel de su oponente.
—¡A la media noche! ¡En el cementerio! —confirmó Senén, con la voz más agria que se le había escuchado nunca.
Juliana salió desde la cocina al escuchar los gritos. Llegó, envuelta en un olor a habichuelas cocidas y tomates recién fritos, cuando los dos viejos se alejaban cada uno por su lado, arrastrando los pies y clavando el cayado en la tierra con el mismo vigor con el que labraron un día los terrones de la huerta del cura.
—¡Tú a la cocina, vieja puta!
Las palabras de Senén penetraron como un cuchillo en los oídos gastados de su hermano, quien a una velocidad insólita para su edad, dio media vuelta y bastón en ristre alcanzó a su rival para defender el honor de la mujer que había amado durante tantos años en secreto. Los dos viejos, como cuando defendían a palos al rebaño de los lobos, recobraron su olvidada destreza contra los lomos y la cabeza del otro.
En el cementerio, al mediodía, el mismo cortejo acompañaba sus duelos.
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