No hay peor afrenta que la que procede de un alma que rechaza a su propio ser. Decidí, al no poder soportar más desaires, retar con mi guante de huesos a la que se escondía bajo mi armadura de carne y que es inmortal. Como si me hallase en un mundo onírico, donde los sueños son realidad, mi espíritu se hizo libre.
–¿Qué quieres?– me preguntó adquiriendo mi propio rostro de cristal.
–Exijo que me respetes. De lo contrario, tendremos que batirnos en duelo– amenacé mientras tocaba mi trueno de mano.
Un rayo risueño emanó de la boca etérea de mi otro yo.
–Le di la vida a Escila y Caribdis, ¡y hasta al propio Ulises!– explicaba rozando con sus velos mis fríos poros–. ¿Qué te crees, mortal? Estás vivo gracias a mí: cuando me vaya, morirás. Anda, arrepiéntete y volveré a ti.
Di un paso atrás cuando sentí su aliento rozar mis labios.
–¿Qué haces, necio?
–Prefiero mi corazón parado, antes que existir en esta vida humillado.
El deseo de aquel ser humano se cumplió: vivió toda una eternidad honrosa en su paraíso, mientras que aquella alma altanera, se tuvo que entretener dando vida a una piedra.
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