Con poco tacto, desaforado e impetuoso, arremetió contra mí con el único objetivo de iniciar una disputa. Visto lo visto, me olí que la situación iba a resolverse con un enfrentamiento violento. Mis sospechas no eran infundadas, de hecho se hicieron realidad cuando el guante rozó mi mejilla y se deslizó hasta el suelo empedrado. El que más tarde designaría como padrino –en calidad de testigo de fe– me había alertado en relación a ciertos aspectos negativos de este “caballero”; principalmente en lo relativo a saltarse las normas de un duelo en su propio beneficio. Pero, puesto que debía defender mi honor, no pude declinar el desafío, hice oídos sordos y recogí el guante.
Aquella mañana, frente a frente, dominado por el miedo, hizo un "deloper" y erró intencionadamente el disparo, pensando que yo haría lo mismo. Tras el desenlace, me acerqué al lugar donde yacía muerto, le pisé la mano para que soltara el arma –que aún aferraba con fuerza– y me quedé tan a gusto.
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