Hay que tenerlos cuadrados, como cuadrados los tenía el marqués, para presentarse en el velatorio de mi hermano. La mañana de antes había ofendido a la señora marquesa haciendo una coplilla sobre su bigote. Por la tarde lo retó a un duelo en el que le afeitó el suyo con la espada. Por la noche ya estábamos todos velando su cuerpo sin vida.
Aunque el marqués no era más que un hidalguillo venido a menos, aún se le tenía cierto respeto por estas tierras. Más que respeto era pena. Vivía recordando los viejos tiempos en los que su título era importante, rememorando las grandes hazañas de su noble estirpe. Tenía cierto encanto en su patetismo. Lo que no tenía era sentido del humor. Mi hermano sí, por eso se dedicaba a cantar coplas satíricas por los bares a cambio de unas jarras de vino.
Entre vino y vino, vino el marqués y lo escuchó mentando el mostacho de la señora marquesa. Exigió su satisfacción y la tuvo, a costa de una viuda y dos niños huérfanos de padre. Ahora era mi turno. Irónico, en el duelo de mi hermano, matar a quien lo mató en un duelo.
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