—¿Qué locura es esta? —dijo Lucinda a su hijo. Este salía por la puerta, ataviaba capa y sombrero, en el cinto intentaba disimular la ropera.
—¿Qué guardas ahí? —insistió Lucinda.
—Es del primo Claudio —respondió Domingo agarrando su estoque—. El duque ha dado su licencia. A muerte. Don Fernando hará de arbitro.
—¡Válame Dios!, hijo mío. No valga la muerte tu honor.
—¡Oh señora de mi alma! ¿Acaso existe vida sin honor? ¿Soy yo por ventura un cobarde, un embustero?. No. La honra sea tan válida para los hombres como el oro y ésta defiéndese con el acero. La verdad ostentó para desgracia de mi enemigo y con una esgrima de punta desangraré al perverso. Me encomiendo a Dios de todo corazón, puesto que después de las tinieblas esperaré la luz.
Diciendo y haciendo Domingo salió por la puerta. Lucinda lloraba un sentimiento agridulce, más aquel que se alejaba no era su retoño, sino un hombre, y para bien o para mal dueño de su destino.
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