miércoles, 31 de enero de 2018
312. VICTORIA, de Nerea Azcona
De camino a casa empezó a llover, pero no sin aviso previo. Antes de salir del edificio, el fuerte olor a tormenta penetró en mí, haciéndomela esperar con más ansias que nunca, como si en ningún otro momento de mi vida hubiese tenido la oportunidad de sentirlas, maravillándolas u odiándolas. Sin embargo, aún con esas premisas, me resultó grata la sorpresa de volver a acariciar las gotas, hasta que estas pasaron, y pasaron, y acabaron siendo ellas las que me acariciaron a mí. Parecía como si todo aquello hubiera tenido lugar al mismo tiempo en una milésima de segundo y en una década, pero entonces, dejé de sentir los ápices de agua que me empapaban, y comencé a verlos inundar la calle, la carretera, los coches, la ciudad. Y sólo en el instante en que pude llevar la mano al lagrimal de mi ojo, y seguidamente retirar de él la incipiente lágrima, pude sentir que algo nuevo estaba a punto de empezar. Había ganado mi primer duelo.
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