—A buenas horas se me ocurrió dar vida a este leño, con lo tranquilo que estaba yo haciendo taburetes —se lamentaba el viejo carpintero mientras se agachaba para esquivar el serrín que le lanzaba el muñeco. Insistía en que le lijara las orejas de soplillo.
—Bueno, bueno, no te enfades —accedió, cogiendo una lima.
—Como artesano eres bastante torpón —se insolentó, apuntándole con la nariz—. ¿Ya está? Pues hala, recórtame la napia o verás —gritó, amenazándole con una astilla.
—Pero solo un poquito —dijo, serrándole la punta—. Piensa que esa es tu seña de identidad.
El muñeco se miró al espejo. Después de darle una pincelada por aquí y hacerle algún retoque por allá, se veía por fin atractivo.
—Resulta que ahora —anunció de repente— no quiero estar solo. Necesito una novia maciza, de labios carnosos, mirada felina…
—Para, paaara, jovencito. ¿Pero qué te has creído? ¡Si solo eres un chiquillo!
—… que tenga buenas tetas —añadió sin escucharle— y el culo respingón.
—¿Algo más? —se rindió, mientras comenzaba a tallar un tronco en forma de ocho.
—Pues mira, sí. La quiero para hoy.
—Esto me pasa —mascullaba el hombre, arrepentido— por jugar a ser Dios.
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