Espalda contra espalda prepararon su arma. Nácar agarró por la hoja su cuchillo. Navaja, con un golpecito del pulgar, desplegó la hoja. Su navaja automática era más larga y fina, pero menos pesada que el cuchillo de Nácar. La Novia del Viento comenzó la cuenta de los pasos, que fueron dando en direcciones opuestas.
Ayer cuando Navaja osó insinuarse a su novia, Nácar se quitó un guante, mostró su cuchillo y le retó a duelo.
Tras el séptimo paso, se giraron y, con movimientos muy precisos, lanzaron apuntando al pecho del adversario. Los puñales salieron dando vueltas en el aire. A medio recorrido se rozaron levemente, quizás ello les desconcentró. Ninguno consiguió apartarse a tiempo.
Nácar, cayendo hacia delante, miro a su novia —quien había intentado por todos los medios parar esa locura—, y la despidió con la mirada. Ella fue corriendo hasta él, le sacó la navaja y le cerró los ojos. Ya estaba muerto.
Navaja, herido de muerte, aún jadeaba, miraba a la jueza, quería decirle algo. Ella se arrodilló a su lado, acercó el oído a su boca y sintió la calidez de su aliento.
—Te quiero —susurró.
Esas fueron sus últimas palabras.
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