¿Cómo voy a vivir el resto de mi vida sin ti?, le pregunta Mariano José de Larra a Dolores Armijo la tarde del trece de febrero de 1837. La angustia de su rostro se desborda en una mueca de cansancio infinito, la que dibuja el dolor cuando no concibe la causa que lo hace posible.
Dime, ¿cómo?
El rostro sereno y majestuoso de la señora de Cambronero, la mujer más elegante de Madrid, ensaya un mohín de ternura residual. En sus manos tiene ya las cartas comprometedoras que ha venido a recuperar.
Larra no acaba de asumir la dimensión de la tragedia.
En el rostro de Dolores, la belleza traba un combate con la compasión. Han vivido un amor torrencial que ha desafiado convenciones, vetos, escarnio y amenazas. Pero Dolores ha meditado. Lo siento. La decisión está tomada. Vuelvo con mi esposo. Adiós.
La ve salir. Oye sus pasos reverberando en la galería. Yámbicos.
Estoy muerto, dice Larra en voz baja. Estoy asistiendo a mi propio duelo. Sonríe al detectar la polisemia. Carga el arma, dispone el espejo y se observa mientras se lleva el cañón a la sien. Dispara contra su adversario. Caen los dos simultáneamente.
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Nota: solo los miembros de este blog pueden publicar comentarios.