Llegó el suspirado momento, no temas, no me llores, porque al fin encontré el reposo.
Expiró el lento suplicio de mi plañidero cuerpo. Y la doncella pálida, sin aspaviento, sin espina, me tendió su generosa mano. Diligente, crucé sin temor la frontera, dejando derramada en tí mi efímera esencia.
No quiero luto ni quebranto. No recojas el guante de tu agraviado pecho. Que el negro duelo no encrespe aún más la frágil cantinela de tu enojo.
¡Yo te guardo..., no, no estás sola! Sigue adelante y no caigas. Aprieta firme la mano que te tiendo desde el cielo y oye el manso arrullo de mi nana... ¡ea que ea mi niña!..., que mece dulce tu corazón huéfano.
Baja princesa el escudo que te vuelve vulnerable, y abate con tu recia espada las barreras del castillo que encierran tu desconsuelo.
Háblame cada día..., cada noche... Quiero que tu voluntad despierta, teja con hilos de plata los jirones de cristal de tu alma rota.
Y acaso, cuando la vida atrevida y andante sosiege el delirio infinito de tu ser rendido, recuérdame entera, y así; serena y dulcemente, construye con limo de seda el venidero mañana.
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