Al genio de la lámpara le hizo gracia que no quisiera una isla con palmeras, una rubia despampanante en pelotas, o un cofre repleto de joyas y monedas de oro.
—Sea —dijo haciendo surgir de la nada un software. Despejé la mesa de estudio y me quedé contemplándolo, impaciente—. La Inteligencia Artificial que vence al hombre, tal como pediste. Cuídalo bien, que está en periodo de prueba.
Apenas se esfumó lo inserté en mi ordenador. Iba rapidísimo. Enseguida me conecté con el torneo de ajedrez on-line del campus, donde me había inscrito hacía una semana. En pocos días fue tumbando uno tras otro a todos mis contrincantes. Me hice muy popular, tal como había previsto.
Pero una tarde al llegar a casa noté olor a quemado. Vi que la máquina, que acababa de ganar la partida de semifinales, echaba humo, así que llené un cubo de agua y me acerqué a ella. Estaba agonizando sobre un charco de litio y cables. Limpié el vómito, coloqué un paño húmedo sobre el panel de mandos y le di a cucharadas un caldo de algoritmos. Ya podía ir recuperándose, y deprisa, que al día siguiente teníamos que jugar la final.
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