Cuando César Ramírez me cruzó la cara con su guante en público, no tuve más remedio que aceptar el desafío. Todo era a raíz de un artículo en que, según él, ponía en duda su honor de caballero. Quedé estupefacto, porque nunca hasta ahora me había pasado algo parecido. Acudí a Jorge, que solía saber de casi todo, y me ofreció su juego de pistolas. Me entró un sudor frío, pues no tenía ni idea de usar esas armas que se cargan por el cañón y disparan por la acción de un sofisticado mecanismo que hace que la pólvora entre en ignición.
Al día siguiente se presentaron dos hombres trajeados en la redacción y me informaron de que sería a primera sangre. Llegó el momento y me vi espalda contra espalda. Un paso, dos, tres…, al séptimo me volví y apreté el gatillo. El estruendo me despertó, con el corazón acelerado. “Qué alivio”, pensé, y bajé a beber un vaso de agua. Estando abajo oí los golpes en la puerta.
Era Jorge, iba de oscuro y llevaba en la mano el maletín con las pistolas.
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