Un joven lacayo y un viejo escudero se citan en la plaza del pueblo.
—¿De Vioño sois? —preguntó el joven.
—¿Bisoño decís? Sí, nuevo en estos lares soy —contestó el anciano.
—De Piélagos decía.
—Archipiélagos nunca vi, pero pliegos a mares.
—¡Qué guasón!
—¿Blasón? Sí, cuestiones de blasón me han traído hasta aquí.
—Mi amo, galante y gentil, está por venir. Por su honra en duelo se va a batir.
—Mi dueño, noble y galán, está por llegar. Por su honor también en duelo se batirá.
—¿Cómo podríamos este duelo evitar?
—¿Por su vida teméis?
—¡Qué va! Temo por mi bienestar. Sin señor al que servir, nada al buche me podré llevar. No hay cosa como el buen dormir y el mejor yantar. Desdichado nací, pero os aseguro que dichoso pretendo vivir.
—Criados somos de quienes lo tienen todo, linaje y hacienda, y no les importa dejar de vivir.
—Ocultémosles entonces sus espadas. Hoy no habrán de morir. Dirémosles a cada uno que el otro se ha retractado ¡y ya no habrá agravio que resarcir!
—¡Qué dicha la nuestra! ¡Hasta nunca más ver!
—Y añadiría yo, ¡hasta nunca más oír!
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