Agarrotado en una silla ajada de la sala en penumbra del tanatorio y envuelto en un runrún de voces, acuden en resaca esquirlas de recuerdos.
Y de entre la marea vuelve una y otra vez el de cuando mi hijo jugaba con su hermana y sus primos a duelos de vaqueros; de él haciendo de cuatrero con mucha formalidad y muriendo abatido.
Qué bien moría el condenado, emitiendo un gemido entrecortado, doblándose sobre el estómago y cayendo de rodillas, retorciéndose un poco sobre el suelo hasta quedar inmóvil y bien muerto. Entonces lo sacudían de un hombro y resucitaba sonriente con ojos brillantes.
Por eso me levanto y me acerco renqueante al ataúd donde descansa sereno con las manos cruzadas ligeramente por debajo del pecho. Me inclino sobre él y le susurro al oído que ya está bien de hacerse el muerto, y lo sacudo del hombro, hasta que una señora me agarra del brazo “pero, ¿qué estás haciendo, papá?” y me conduce de nuevo hacia la silla.
Y me siento otra vez a esperar en la silla dura.
Pero la espera merece la pena, para ver la cara que ponen todos cuando mi hijo se levante.
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