Nos citamos en la alameda que había junto al río al atardecer, él y yo solos, pero cuando llegamos más de veinte pares de ojos nos miraban curiosos. No íbamos a dar marcha atrás solo por eso y lo único que pedimos fue silencio. Era mucho lo que nos jugábamos, el amor de Candela, nada menos.
Al principio íbamos muy igualados, pero él era más fuerte y la presión de su arma en mi pecho me tiró al suelo. Escuché aplausos y ovaciones que no eran para mí, y me quedé allí tumbado, con la humillación de la derrota por toda compañía.
Acude este recuerdo a mi memoria ahora, después de veinte años, viendo a mis hijos jugar con aquellas espadas, único trofeo de aquella tarde funesta. Candela les pide prudencia, que tengan cuidado -les advierte-, que aunque son de cartón y es improbable que hagan sangre, pueden dejar marcas sin hacer heridas, y además -añade después de guiñarme un ojo-, las grandes batallas en la vida se ganan con amor y no con golpes.
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