Afueras de Valladolid al amanecer.
- Siempre fuisteis diestro con la espada –dice Jacobo santiguándose.
- Y vos, primo.
- ¿Duelo a ropera y daga?
- Por supuesto –asiente Hernando-, como en los tercios.
- Así sea. Sin capa ni tretas.
- Sólo la destreza. ¿A muerte o a primera sangre?
- A muerte.
- Directo con los santos, pues, quien no esté a la altura del acero.
Los testigos, ambos hermanos, postularon a sus hijos para matrimoniar con la hija de su difunta hermana.
- Un hombre vale lo que su honra y el acero de su espada –sentencia Jacobo blandiendo la ropera.
- Pero ante todo está el honor, querido primo.
- ¿Qué importa el honor cuando la honra es mancillada, Hernando?
- ¿Y de qué sirve la honra si pierdes tu honor, Jacobo? Mi padre concertó este matrimonio a mis espaldas. Y Dios sabe que antes muerto que yacer con nuestra prima.
- Hermosa no es, sin duda.
- Preferiría solazar junto a los cerdos en las porquerizas a rozar si quiera su piel.
- Te comprendo bien, Hernando. Apliquémonos para que, salvando honor y honra, nuestras espadas nos den muerte a un tiempo.
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