Hoy, con la funda de mi almohada, he fabricado una muñeca.
A mi juicio, parecía una cosa triste, amorfa, pero Elena ha jurado que era la muñeca más bonita del mundo y ha cubierto mis mejillas con sus besos. Desde que Madre tiró sus juguetes parecía melancólica y me alegra que ahora esté feliz. Aunque vestida de negro de la cabeza a los pies parece un pequeño estornino revoloteando en una jaula.
Llevamos encerradas en nuestro dormitorio seis meses. Madre dice que debemos esperar otros tantos hasta completar el duelo por Padre. Echo de menos la pradera. A veces, si cierro los ojos, puedo recordar el calor del sol, el rumor de las risas en la lejanía y un viento amable jugando entre mis cabellos. Pero luego pienso en Padre y, claro, tengo que fingir que estoy triste.
El negro nos rodea. En los muebles, en las sabanas y cortinas, en la tela que cubre nuestros cuerpos. Es por él, nos repite Madre cuando nos atrevemos a quejarnos. Y después, nos llama malas hijas, desagradecidas y otras cosas que no repetiré.
A veces me pregunto si esto acabará algún día. Y tengo miedo de que el dolor no tenga fin.
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