Al escuchar mi nombre me giré y fui golpeado con un guante. Mi retador, iracundo, soltó una letanía de acusaciones referidas a mi persona y a su mujer, treinta años más joven. De nada hubiera servido una explicación. Tuve que aceptar el duelo para no quedar deshonrado. Don Lope, gran espadachín y hombre justo, me ofreció elegir las armas. Escogí pistola, claro.
Caminamos espalda contra espalda en un rincón despejado del bosque. Podía escuchar la risita desagradable de su taimado padrino y asistente de confianza. Sin pensarlo, acerté a esa rata en el corazón antes de que terminasen los pasos. Don Lope ya me apuntaba a matar cuando mi testigo, el fiel Higinio, postrado a los pies del difunto, extrajo de su pecho un pañuelo ensangrentado con las iniciales de la bella Inés.
Tras disculparse, Don Lope me entregó una suma considerable en desagravio y por haber descubierto y eliminado al verdadero amante. Yo también sé dar a cada uno lo suyo: con los maravedíes celebramos una buena cena mi criado y yo, a quien agradecí que pusiera la prenda en las ropas del odioso asistente. Con el resto aún alcanzó para comprar una gargantilla a mi querida Inés.
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