El “Zurdo” Hopkins repartía las cartas con la mano izquierda bajo la implacable mirada de “Arizona Kid”, quien vigilaba sus precisos movimientos desde el comienzo de la partida para cerciorarse de ser el más rápido de los dos. Los jugadores actuaban ajenos a la atmósfera del salón, cargada por el humo del tabaco, el olor a whisky y la música de un piano desafinado. Ni siquiera las chicas de alterne vestidas sólo con su llamativa lencería habitual –corsés, medias de rejilla sujetas con ligas y vistosas plumas de colores en el cabello– eran capaces de desviar su atención.
Arremolinados alrededor de la mesa, los numerosos espectadores mordían sus cigarros y apuraban el líquido de los vasos: una abigarrada mezcla de levitas y lazos de caballero junto a chalecos y zahones de los vaqueros. La expectación crecía al tiempo que se acumulaban sobre el tapete fichas, monedas, billetes, relojes y todo aquello que tuviera algún valor, redoblando la cuantía de las apuestas. Hasta que al fin la tensión explotó.
Cuando “Arizona Kid” descubrió el as saliendo de la manga de su adversario se incorporó como un rayo al tiempo que desenfundaba, comprendiendo demasiado tarde que, en realidad, “Zurdo” Hopkins era diestro.
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