No necesitaba que nadie me lo dijera, yo mismo solía atribuirme el mérito que me ganaba en las mesas. Dentro y fuera de los bares era conocido por el póker que desplegaba. Así hasta que un día, con los bolsillos repletos y confiado ante un forastero de mentón ancho, me tragué un farol. En la siguiente jugada, mi rival me sentenció con un trío al que yo había desafiado con otro farol, empujado por el orgullo herido. Me vi lanzando el guante directamente contra su cara, pero la ira dejó paso al pavor cuando vi que lo recogía y lo estrujaba lentamente sin dejar de mirarme.
Al día siguiente, mis piernas temblaban entre la arena y el sol, y mi mano derecha bailaba torpemente alrededor de la cartuchera. Hacía años que no apretaba un gatillo, y no, no estaba listo para morir. Cuando llegó el momento de desenfundar, el entumecimiento y el horror me impidieron reaccionar. Sentí cómo mi cara se congelaba en una mueca al ver a mi contrincante que me apuntaba y, con excedentes de talento, mandaba una bala rozando mi sombrero, aleccionándome de nuevo. Ciertamente, aquél fue el último farol que me tragué.
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