Y ahí se encontraba él postrado, melancólico, ante la fría e inerte estatua de su amada, incapaz ésta de evocar su candidez. El que fuera un libertino y contumaz caballero, tenía ahora sus maltrechas rodillas clavadas en el escabroso terreno de aquel camposanto, y donde se iban hundiendo por momentos, quizá debido al lastre que, con ímprobo esfuerzo, soportaba su conturbada alma henchida de dolor.
Los avatares del destino le habían despojado de su gallardía… En el que en su camino había dejado toda una ristra de cadáveres y de inocentes enamoradizas con corazones quebrados en mil pedazos, haciendo de la altanería casi una profesión rayana en arte, parecía brotar un incipiente arrepentimiento… Se lamentaba por haber llevado demasiado lejos sus apuestas y por ni siquiera haber estado presente en el duelo de doña Inés.
Jamás pensó que los acontecimientos pudieran adoptar ese cariz… La vida le había golpeado tan fuerte como lo hace una ráfaga de viento y ahora se hallaba perdido, mientras con sus lánguidos ojos dirigía fugaces miradas a la escultura de la joven novicia que se elevaba indulgente frente a él.
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