La incansable lluvia otoñal mojaba mis manos, mientras sostenían la carta de despedida, cuyas letras eran cada vez más similares a unas lágrimas azules. Estaba tan paralizado que ni siquiera fui capaz de guardarla para evitar perder tus últimas palabras. Da igual, se me habían clavado en el pecho para siempre: “Tú serás el yo que fui algún día”.
Se oscurecía el cielo y me sentí en el Monte de las Ánimas (desde luego, noche de difuntos era). Sentado en un banco que parecía poder comprenderme, detrás de la iglesia, en la plaza cuyos adoquines mantenían vivas a tantas generaciones de la ciudad, levanté la cabeza cuando mi mirada se cruzó con las de dos ancianos serios y temblorosos, que desde la esquina hacían un gran esfuerzo para mantenerse en pie.
Me dio por pensar que ellos sufrían más por mi dolor, que por la pérdida de un compañero: más temprano que tarde, sus nietos se sentarían en este banco.
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