Corinto, Mediterráneo oriental, hace 2700 años. Poseidón es honrado de nuevo en unos tumultuosos juegos olímpicos. Hoy se disputa mucha testosterona clásica, carrera, salto y lanzamiento de disco. En una plaza, otro combate comienza, entre la fuerza del carácter y los oropeles de la gloria.
A mi derecha, Diógenes, luchando por el título de la ironía y la inteligencia.
A mi izquierda, Alejandro III de Macedonia, lidiando por su fama.
El púgil pordiosero blande su poderoso gancho de sabiduría.
El emperador, tiene espada, séquito y dorada armadura.
Las esquinas del ring son las de la soleada plaza.
Alejandro avanza hacia el filósofo y golpea con un directo:
"Yo soy Alejandro Magno".
El pensador le esquiva mientras se pone bien una de sus sandalias. Sin pausa, placa a su oponente:
"Y yo, Diógenes el cínico".
El emperador contrataca y le pregunta de qué modo puede servirle.
El filósofo le devuelve el golpe:
"¿Puedes apartarte para no quitarme la luz del sol? No necesito nada más".
El combate ha terminado. Alejandro el Grande, se tambalea y marcha farfullando:
“Si yo no fuera Alejandro, querría ser Diógenes".
Noqueado el orgullo, el pensamiento rebelde se alza victorioso.
Diógenes por fin, duerme su siesta.
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