Irina Krúpskaya se secaba el sudor de las manos frotándolas en su falda. La tensión o el nerviosismo se le manifestaban así, igual que cuando oxidaba la aguja intentando bordar en el bastidor esas flores tediosas. Sabía que los ojos de las ajedrecistas e incluso del resto de las mujeres, estarían pendientes de ella. Era la primera vez que se dirimía un torneo mixto y su resultado podría cambiar muchas cosas. Si era derrotada, todos los medios alabarían su arrojo por enfrentarse a un varón, pero concluirían resaltando la superioridad intelectual de éste. Pero su victoria, podría dar al traste con su vida privada. Imaginaba las miradas de reproche o la sonrisa condescendiente tras las que se ocultaría un profundo rencor. Tampoco el honor herido de los jugadores dejaría de hacerse notar; correrían ríos de tinta comentando la caballerosidad del contrincante al dejarse ganar, sus arteras armas femeninas…
Cuando comenzara la partida no debía levantar la vista hacia los ojos de su adversario. Esa mirada intimidatoria que tan bien conocía conseguiría que perdiera la concentración y errara el siguiente movimiento.
Acababan de llamarlos. Irina se acercó a la mesa y tendió la mano a su marido.
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