—Acerca mi silla a la ventana.
Clotilde nunca quiso cargar sus frases de «por favor» ni de «gracias», jamás hubo sitio para ellos en sus labios agrietados de beata y eterna doliente.
—No creo que debas fisgar. Lo que tendríamos que hacer es ir al funeral.
Dulce ha levantado ligeramente la voz y se ha inclinado sobre la silla de ruedas de su madre, algo dura de oído, para darle su parecer, pero el parecer de Dulce no tiene más consistencia que aquellas nubes de verano que todos en el pueblo miran pasar, a lo lejos, con la esperanza de que tal vez llueva... Luego, nada.
La vieja no contesta. Aunque no sea más que una reducción de lo que fue, sigue siendo ella la que hace y deshace todo en casa, con un solo gesto, un solo chasquido.
Dulce no espera pues respuesta alguna para hacerle sitio junto a la ventana. Ahora, detrás de las celosías de madera, que invitan el sol a dibujar cruces en su cara, Clotilde observa llegar a la nueva viuda y cree entrever una mancha roja de carmín tras el velo negro.
—Desvergonzada —murmura la vieja.
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