Desde su colina, mecidos por el viento, fueron testigos silenciosos de la tragedia que tuvo lugar al atardecer.
Los dos caballeros presentaron orgullosos sus armas. Sobre un brioso corcel, el fornido caballero lucía una luna blanca en su escudo. Su armadura reflejaba rojos destellos del sol poniente, como si el astro rey anticipase el funesto destino.
Frente a él, su oponente ajustaba sus armas desiertas de blasón, como buen caballero andante. Con su honor por insignia y su valor en ristre, espoleó a su flaco rocín.
Los dos caballeros cabalgaron por el áureo prado enfrentando la afilada muerte sin ápice de duda. Lanzas y escudos dieron voz al formidable choque y las monturas se vieron privadas de jinetes.
Con gran esfuerzo, el enjuto caballero andante se puso en pie y aprestó la espada. El caballero de la blanca luna hizo lo propio. El metálico entrechocar rompió el silencio de la solitaria dehesa. La mortífera danza se prolongó hasta que, con más fortuna que brío, la carne fue traspasada.
En su último aliento, el enjuto caballero reconoció, sobre la colina, molinos y no gigantes.
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