<<Yace aquí un duelista ad eternum>>. Un epitafio al uso no hubiera bastado para Gabriel Feraud. El anciano húsar que en aquel cementerio sepultaban se desenvolvió como un duelista nato, y jamás había perdido la esperanza de pasar a serlo en mejor vida. La tercera de las frías mañanas que siguieron, se rehízo de la muerte para abrir —sable en mano— la verja del exiguo campo santo. Una vez más el camino emprendido debía llevarle hasta D´Hubert.
Todos los que se enteraron de que Dubrovsky había huido al extranjero, no imaginaron el final del noble bandido ruso en una perdida posada de Alsacia. El absurdo encontronazo con un anónimo viajero, altanero y de tez mortecina, encontró la resolución al amanecer en un desigual duelo de hierros.
Semanas más tarde, y unos cuantos más desafíos en su haber, un exhausto Gabriel Feraud reclamó la presencia de Armand D´Hubert al pie de su tumba. Comprometido por su honor, en vida había cumplido con la palabra dada: Que D´Hubert hubiera descargado las pistolas tras haber errado Feraud sus dos disparos, le obligó a desaparecer de la existencia de su imperecedero rival para siempre. Finados los dos, ya nada le obligaba a mantenerla.
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