martes, 9 de enero de 2018

86. ATAVISMO DE GUIÑOL, de

El cenizo del Onofre le retó a un duelo a garrotazos. Era algo entre los dos, de lo que no tenía por qué tener conocimiento nadie; ellos no eran señoritingos amujerados.

El Esteban no se achicó. Como retado, eligió la alberca del tío Floro. Por esas fechas estaba hasta los bordes, y el Onofre era más bajo que él; apenas haría pie. El malaje aceptó sin chistar.

En cuanto se introdujeron en las sucias aguas, se enzarzaron. Tras endiñarse sus buenos estacazos en la testa, se agarraron, hundiéndose. El fullero del Esteban prendió un pie del marmolillo, aferrándolo bajo el agua. Al cabo de unos minutos notó que ya no pateaba ni se estremecía. Emergió a respirar, casi asfixiado. Como pudo, salió de la balsa, recogió su garrota y se aventó del lugar, arrecido, con tembladera, tosiguera y ansias.

Cuando descubrieron al muerto, el alguacil hizo pocas cábalas: resolvió que el infortunio había acontecido por el estado de embriaguez habitual en el finado.

El Esteban respiró aliviado. Pero el aplacimiento apenas duró. Una calentura se había adueñado de él y, tras seis días de padecimientos y cagarria, fenecía en su cama. Con la suasoria garrota siempre junto al cabecero.

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