Recibió tantos cortes y estocadas que sus ropajes quedaron teñidos de sangre. Herido de muerte, se incorporó con las escasas fuerzas que le quedaban y sin perder la altivez propia de su condición de hijodalgo, envainó la ropera, se acomodó el herreruelo, recogió del suelo el sombrero de ala ancha y tras sacudirlo para retirar la suciedad, se cubrió con él. Tras aquello y con un leve gesto de la cabeza, se despidió de su adversario dando por concluido el duelo.
Al reparar en la cara de desconcierto de éste exclamó:
¡Vive Dios, que parece que nunca ha visto vuesa merced un jubón acuchillado carmesí!
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