miércoles, 17 de enero de 2018

138. DONDIEGO DE NOCHE, de Benjamín Hermida

Noventa centímetros de hoja de acero toledano atravesaron aquel cuerpo fibroso con una facilidad tal, que hasta para Tobar, un acreditado espadachín con más de mil estocadas fatales, resultó una sorpresa. Y aun la fue más cuando los gavilanes astados de la guarnición impactaron en el clavándole sus dos espolones de desarme.
―¡Válgaos el cielo! ¿Os he hablado de mi espada, don Diego?
La llamo Adelaida. Os mostraría su sello, pero grabado a fuego en su marca, yace ahora en vuestro enjuto pecho. Vos colgabais una ropera parecida, y aunque de espadero de linaje, la usabais con excesiva mesura y las más de las veces como atuendo. Lástima que nunca quisierais cruzarla en duelo más allá de con nativos y recaderos.
Cuando con un salto atrás Tobar de Santiago retiró acero hasta dejarlo como puntero de un ya cuerpo inerte, el alférez pautó su muerte:
El mentón golpeó pecho, los hombros se descolgaron y las rodillas se ensartaron contra el suelo agreste de Atacama para apuntalar aquel ya cadáver en actitud de ruego.
Y fue el alba quien trajo al príncipe Licancabur, que estirándose en busca de su amada Quimal, dio al fin duelo al finado don Diego de Guzmán.

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