Fueron meses en la penumbra. Meses en los que sólo el llanto nocturno de la viuda quebraba la solemnidad del silencio. Meses en los que el espectro de Antonio Torres Heredia, asesinado bajo golpes de puñales traidores, se resistía a desaparecer del todo.
Su última exhalación fue precedida de minutos de inmensa agonía. Cuando el sol se posó de nuevo en el horizonte, el perro de un pastor olió su sangre. El bello gitano, cual torero muerto abandonado en el ruedo, tiñó de rojo la arena dorada en la que yacía.
Durante la noche del parricidio, los varones Torres batieron la zona sin éxito; igual fortuna corrieron las féminas intentando consolar a su esposa y a su madre. “Algo raro le ha pasado a mi Antoñito”, intuyó la segunda. En medio de la agitación, solamente una persona permanecía en la quietud: el patriarca, que no dejaba de pensar en las miradas de envidia que el resto de sus nietos dirigieron a Antonio durante el bautizo más reciente.
La verdad dejó un sinfín de pésames, payos y gitanos, en el corazón de sus allegados. Y robó el alma a dos mujeres, cuyo duelo se prolongaría hasta el fin de sus días.
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