Papá, que en el vigor de los cuarenta despreciaba a la muerte viéndola lejana, ahora, a los ochenta, la respetaba. Resignado, aceptaba que venía de camino, confiando en su demora. Un día enfermó. Finalmente su pesada respiración se aceleró y se interrumpió de golpe, sin un gemido. Lo impidieron los medicamentos que un catéter llevaba días introduciendo en sus venas. Las noches anteriores, terco, quería levantarse de la cama. Se le detuvo no sin zozobra: súplicas, gritos, y actos de fuerza para mantenerlo acostado, sujetándole las piernas. A veces levantaba su mano y hacía ademán de golpear. Logró provocar algún rasguño.
Ahora ya está en poder del señor gusano, que se encargará de igualarlo con los demás mortales: con célebres estadistas que pretendían engañar al cielo mismo, con aduladores cortesanos en busca de favores, con sutiles abogados fabricantes de engaños, con compradores de tierras que se creían felices por acumular contratos.
¿Ha de seguirse aquel consejo de la Reina a Hamlet de no buscarlo siempre con abatidos párpados entre el polvo? Su recuerdo se irá desvaneciendo durante dos generaciones, quizá tres. Finalmente desaparecerá: quedará solo un nombre grabado en la lápida de una tumba desvencijada que nadie visitará. ¡Estéril eternidad!
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Nota: solo los miembros de este blog pueden publicar comentarios.