Aquel atardecer Romeo y Julieta no percibieron la brisa cansada del verano, clara como un sol por dentro. No pasearon por el centro ni buscaron regalos en los puestos, ni observaron la profundidad estrellada de Verona; sus oleadas de luz, caudal, y reflejo en la luna plateada.
La incomoda y alta humedad de esa época del año alumbraba su desazón. Él, guiado por un pedazo de cielo, desplegaba ansiosos besos acariciando el pelo y la cara de su amada. Sus amarguras se ondulaban en llanto, caudalosa ternura y un temblor de lágrimas de miel y separación.
Ante ellos la melancolía deseaba cruzar cuajada de despertares, esa noche se encontraba turbia, frágil como un lirio de cristal, sin reflejo, casi deshecha, sin rumbo ni corazón; como ellos.
La lejana luz del Faro y el viento acariciaban tenuemente los labios de amapola de los jóvenes con un visillo sutil de silencio y sonrisa temblorida.
Allá, debajo de las nubes, había razón para que los abrazos se desdoblaran al relente, centinelas de sus cuerpos absortos.
Evocaban el cobijo de la pasión de sus mejores momentos; la encendida aurora pronto llegaría y con ella el último amanecer madrugón; aunque lo quisieran hondo y lejano.
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