El viejo Shylock saca del arca del hielo una de las porciones de carne,
de una libra exacta, que conserva desde hace algún tiempo. Se encamina
hacia la cocina para llamar a su maritornes, que acude rauda a su
mandato.
—Prepárame esta pieza para la hora de comer. Lo suficientemente hecha
para que no sangre, pero tan cruda que no deje de estar jugosa.
—Sí amo, igual que siempre. Cómo le gusta repetirlo todo…
—Y déjala descongelar al sol, que esté bien atemperada cuando llegue la
hora de enfrentarla al fuego.
—Menuda novedad…
Poco después sale a conducir las empresas que comparte con su nuevo
socio Antonio, ahora en ultramar. Pero primero, como cada mañana desde
que abrazó la fe cristiana, se desvía hasta la iglesia de San Giacomo.
Antes de que el sol sobrepase el puente de Rialto atraviesa el pórtico y
se sume en la oración. Hoy, porque empieza la Cuaresma, va a la
sacristía para satisfacer la bula y pedir la confesión. El vicario
premia la dadivosidad del converso y tras el «sin pecado concebida»,
duda, ante la verdadera naturaleza del «viaje» de Antonio, entre
sustentar su sacerdocio o llamar a la justicia.
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