Hacía tres meses que no podía conciliar el sueño. Una llamada telefónica le había devuelto a la realidad de la que creyó escapar con un huida a ninguna parte. Su padre había fallecido. Desde ese instante una imagen retenida le instaba a volver al lugar de su infancia. La voz del fallecido era la constante de sus noches. Y regresó, el regreso del hijo pródigo. Para recibir la herencia que le correspondía, la tristeza de su padre, para coincidir de nuevo con la madre que nunca les quiso, y con sus amantes, que sembraron la discordia que acabaría con los huesos de su padre en la tumba.
Y la voz, esa voz que clamaba venganza, que llenaba de sangre sus pupilas, que envenenaba las palabras que dirigía a todos los que conocieron a su padre y se sometieron a su madre. Y la duda, el sentimiento de culpa, de abandono, la lucha contra los fantasmas que atenazaron a su padre, y ahora a él.
Y la renuncia a cualquier acto. Se sentía más unido a su padre que nunca. Y su voz le acompañó mientras ingería las pastillas que le conducirían junto a su mentor. Sin dudas.
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