La ventana del cuarto se abrió con el golpe de viento y los papeles
cayeron al suelo, mezclándose.
—Temo tu naturaleza que está demasiado llena de bondad humana, para
tomar el camino más corto…
—¿Hablas conmigo? Tal vez te despiste mi cara descubierta de villanía…
porque todavía no la ha ejercitado.
—Mmmm… Toma el aspecto de la flor inocente, Barón mío, pero sé la
serpiente debajo de ella.
—¿Barón? Yo solo aspiraba a ser teniente, señora mía, y me he quedado en
alférez de Su Morenidad… Me presento, porque no nos conocemos, ni creo
que deberíamos: Iago, para servirla a vos, a Dios, pero sobre todo a mí
mismo.
—Mmmm… No le conozco, ni debería, vos tiene razón. Soy Lady Macbeth, que
será reina y salta sesos a niños, si ha jurado hacerlo.
—Esta señora —dice el hombre para sí mismo mientras desenvaina una
espada— es demasiado ambiciosa, temo que arruine mi obra…
—Este joven—dice la señora— es demasiado deslenguado, no verá el sol su
mañana—. Y refulge el acero del puñal que esconde bajo su vestido.
Cuando el maestro entró en su cuarto, encontró sus legajos revueltos… y
ensangrentados.
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