Shakespeare salió al escenario del teatro con paso rápido. Malhumorado.
Miró hacia el patio de butacas, buscando algo. Lanzó un grito de triunfo
mientras señalaba con el dedo hacia una joven sentada entre las
primeras filas.
–¡Ajá! ¡Ahí estás! Sube aquí, anda –exclamó desde las tablas.
–No quiero –respondió tercamente la muchacha. Debía tener apenas quince
años y estaba sentada de lado, sin mirar al dramaturgo, que torció el
gesto.
–¡Esto es inadmisible! ¡Vuelve para poder terminar la obra!
–He dicho que no –insistió ella, que giró la cabeza para mirar a
Shakespeare y sacarle la lengua.
–¡Julieta!
–¡Quieres matarme! ¿Cómo esperas que vaya contigo?
–Forma parte del drama, querida…
–¡Bah! ¡El drama! Esta gente está harta de esas cosas. Bastantes
problemas tienen ¿verdad señora? –preguntó a una mujer sentada a su lado
que la miraba en hito.
–No molestes al respetable Julieta y sube aquí.
–¿Willy, no puedes escribir que alguien advirtió de mi falsa muerte a
Romeo por teléfono?
–Se trata de una obra de época ¡sería un anacronismo!
–No me importa. Yo siempre fui anarquista. Contra las normas.
–He dicho anacronismo… no importa, ven.
–Señora, ¿puede usted mandarle un whatsapp a Romeo? Me harté de morir
tontamente.
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