Recorre con la mirada los rostros familiares sentados en torno a la mesa. Están todos. Sus dos hijas, sus yernos, los tres pequeños y … él. Su marido Ángel. Cuarenta años juntos, amándose, compartiéndolo todo, riendo, llorando, soñando, con el futuro y las ilusiones perpetuas y ahora … Contempla con tristeza el rostro querido, los brillantes ojos azules que la enamoraron ahora apagados e inexpresivos; su boca siempre sonriente sellada con ese rictus amargo; las manos que tantas caricias prodigaron aferradas como garfios firmemente al mantel. ¡Maldito Alzheimer!
-¡Venga abuela, sopla ya las velas!- apremia Javier, el mayor de sus nietos. Ella coge aire, cierra los ojos y sopla con suavidad las dos velas en forma de números colocadas en la tarta.
-¡Pide un deseo!- le dicen.
Y ella desea con toda su lúcida mente y su maltrecha alma que para Ángel y para ella, no llegue ningún cumpleaños más. Que éste sea el último.
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