No sé qué diablos hacía yo en el castillo del rey Duncan, ni tampoco por
qué aquellas tres brujas vociferaban extramuros esta profecía:
“Aquel que naciera el día en que murió Shakespeare, pero cuatrocientos
años después, morirá justo a la misma edad que él tenía al morir”
Al caer la noche entré en un aposento y me quedé dormido. De pronto,
tres aldabonazos golpearon mi pecho. Un sudor frío me invadió al
recordar que Shakespeare había fallecido en 1616, cincuenta y dos años
después de su nacimiento.
—Mañana, 3 de mayo, cumplo esos años —me dije— ¡Maldita profecía!
Me dirigí raudo al parking de armas, tenía que salir de esta farsa
onírica y regresar lo antes posible a mi mundo para no quedar atrapado
en la intemporalidad. Subí a una motocicleta y enfilé velozmente el
bosque de la Gran Vía. Cuando llevaba unos doscientos años recorridos,
vi acercarse a Lady Macbeth con aire extraviado. Llevaba un pañuelo rojo
anudado al cuello y sostenía una carpeta llena de partituras. Se
abalanzó sobre la mí y, abrazándome cariñosamente, me susurró al oído
que no hacía falta seguir huyendo, que todo había sido un sueño… el
sueño shakesperiano de una noche de primavera.
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